domingo, 27 de diciembre de 2009

El pasajero de reserva.


Sucede en la estación, estupendo guiñol donde convergen a veces algunas vidas, así un poco desarropadas y aunque no lo pueda parecer, sin un destino inmediato . Flota la precaución y el miedo en el ambiente. Es la tasa que he de liquidar para sobrevivir a esta época de las cavernas. Y no entiendo como si quedamos no apareces, pero abro el fruto de la paciencia y pedazo a pedazo, me lo como.

Lo que pasa es lo siguiente. Hay un bar, una cafetería que es un espacio rectangular con una barra metálica y unas pocas mesas dispuestas frente a ella. Hay poca gente: una camarera con algunos años de más para parecer tan ingenua, un hombre gris y de bigote que manosea un periódico en una esquina, una mujer tremendamente oronda y un emigrante norteafricano con cara de hambre. La camarera y la mujer oronda hablan solapándose sobre alguien que acaba de marcharse, cuando un conductor de autobuses sentado en una de las mesas, se levanta, se acerca y les sonríe buscando un modo de participar en la conversación.

“Llevo desde que abrieron esto y nunca me había pasado”. “Son profesionales”. “No se puede hacer nada, acaso lo mejor es dejarlo correr y no servirle más”. “Hay que estar con los cinco sentidos y aún así”. “Tengo una tienda y nunca me había pasado nada parecido”. Hay dos datos en los que reparo y que advierto importantes: que nunca les había pasado y que sin duda, él o ella, el visitante que dejó una muesca en esta cafetería hace unos minutos, era un “profesional”. Yo no estaba pero he seguido atentamente el atropellado recuento de acontecimientos y creo entender, que ha iniciado y concluído con éxito una pequeña representación haciéndose valer de la recurrente aunque difícil práctica, a veces conocida como “el pasajero de reserva”. Ciertamente, él o ella, ha estado hábil pues sobre está hora apenas hay gente, salen sólo tres o cuatro autobuses y puede que sólo quede por llegar el que viene de Huesca. Además, están de ronda un par de parejas de policía e instigan, tantean y detienen a los cansados y a los despistados.

La mujer oronda tiene una suegra italiana y es costumbre o eso dice, regalar joyas con motivo de las nupcias. Así que en estas, dice, estaba en Vicenza y se acercaron las dos a una joyería. Una vez allí y mientras esperaban su turno, entró una mujer joven con un carrito de bebé que dejó cuidadosamente junto a una de las vitrinas. Esperó callada su turno, se probó una pulsera, una gargantilla y unos pendientes y tras disponerse a abonar lo suyo, se cacheó, se sonrojó y con voz preocupada afirmó haber extraviado el efectivo. Después, mostró una cartera y tras extraer de la misma una tarjeta de visita con el número impreso de la casa contigua y abanicar con ella la mirada de los presentes, abandonó el comercio con las joyas puestas y con la promesa de regresar en cinco minutos con el dinero. Antes, había tenido tiempo para reclamar la diligencia de la dependienta ya que dejaba a su cuidado al pequeño pasajero del carrito. Sobra decir que dentro del carrito ni siquiera había un muñeco.

Me termino el cortado y mentalmente señalo por los menos, tres o cuatro lagunas o hitos poco verosímiles. Aún así, creo que puede colar. La primera regla es que las posibilidades de que prospere la escenificación son directamente proporcionales a la aptitud para generar confianza en el prójimo, lo cual supone que estos relatos, hechos o denuncias no pueden revisarse ni tratarse desde postulados estrictamente objetivos. No hay lógica ni inferencias para los sorprendidos. Por otro lado, hablamos de rigor pero no voy a ser yo quién desvele cuál era el “depósito” que había comprometido él o ella para amparar su huída, ni mucho menos como recibía el gesto facial de la camarera la anécdota italiana de la mujer oronda.

Me ensimismo de nuevo, programo mentalmente tu llegada sin perder de vista la bolsa que porto: puede que lo sepas pero este plan es un completo desbarajuste. “Hágase difícil por compasión” es un consejo que me doy pero gasto demasiada pereza para tan poco remedio. Se abre la puerta y aparentemente todo sigue igual, la luz es la misma y el entusiasmo de los presentes no decae. Cuando entras en la cafetería hay un fabuloso instante de solemne misterio. Son tres segundos los que bastan para que desaparezca la intriga, tres segundos generosos que preceden al verdadero golpe y que me regalo a mi mismo a sabiendas del riesgo que corro. No conozco a nadie a quién le sienten tan bien las gabardinas de raso y por primera vez en mi vida, confío en el poliéster más que en el látex o en el algodón.

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