viernes, 2 de abril de 2010

Camarilla.


La iluminación artificial de Santa Cecilia te proporciona un alivio inmenso cuando estas a miles de metros de altura suspendido en el aire, sumido en la más absoluta oscuridad y atenazado por un calor sofocante. A veces, la luna acompaña mis idas y venidas por el concurrido espacio aéreo de la región. Otras, repaso mi vida, confecciono la lista de la compra o piensos en cosas terribles . Por otra parte, los viajes en penumbra son lo mejor de cara a la seguridad de los envíos que preparamos desde la caída del Puesto de Aquiliana.

Hará como unos tres años, que dos ediles del municipio ofrecieron una actuación inesperada y estelar ante las otras babosas del consistorio. Derrochaban soberbia ante sus vecinos mientras los hilos de La Junta crecían en número y en grosor. Era cada vez más evidente pero, ¿quién podía evitar reír la gracia ante una inyección de billetes usados en el bolsillo? Los llamados eslabones dibujaban círculos concéntricos a los empresarios y dirigentes. Las conexiones se derramaban en una red mallada y en un Sistema Aparentemente Oculto de Intereses Creados. Vampiros viviendo y chupando en la negrura. Sanguijuelas como terneros acechando la vida de los infortunados y de los incautos. Llevaban dos años planeando la obra, un hermoso ejemplar lleno de tachaduras. Se habían calculado las perdidas y auditado los inconvenientes pero parece ser, que a pesar ello, acumulándose aparatosas en el plan de futuro de los honorables urdidores, no eran suficientes para eliminar las expectativas fundadas, aunque expectativas al fin y al cabo, que suponía el acaparamiento lascivo del control total de los envíos.

Antes hacíamos un cuarto del trayecto por carretera. Siempre por polvorientos caminos de cabras. Polvorientos aunque vacíos de patrullas tanto de día como de noche. Una vez habíamos pateado unos 150 kilómetros, llegábamos a Aquiliana. Subíamos hasta el puesto por un sendero estrecho e invisible para los foráneos, que se dibujaba caprichoso desde la falda del cerro norte, donde el río bajaba dormitando hasta en los días de viento desatado. Ahí nos esperaban dos o tres fajadores. Costaba tres minutos aproximadamente cargar la avioneta. Era rápido y preciso y no tenía aparentes puntos flacos. Exceptuando por las patrullas, claro. Pese a todo, no creas, nunca dejaba de preocuparme; no era para menos, una vez que tomabas conciencia de ser el último eslabón de la cadena alimenticia. Sobreexpuesto a las externalidades como un chuletón a la brasa. Los billetes usados no llegaban tan frescos a los tres mil metros de altura, las patrullas echaban la jornada y la política se cobraba en moneda de falsa redención. Ellos lo llamaban “sacrificio”. Yo lo llamaba “tiro al plato”.

Así que el diagrama de manual de ciencias naturales todavía se hizo más evidente tras el éxito artístico de los ediles díscolos. Los dos bien untados, que digo, rebozados hasta decir basta. Auténticos señoritos de la hipocresía mas descarada, indignantes y repugnantes hasta el vómito. Como todos ellos. El cortejo era siempre el mismo, tan obvio y sin embargo irresistible para aquellos petimetres que se habían pasado toda su vida viéndolas venir. Comenzaba con más bandejas de la cuenta. Ensaladas bien surtidas de dulces con los que llenar tu nariz hasta corromperla. Carecían de la virtud de la medida y mas de una vez, debía llevarlos a urgencias por la puerta de atrás. Convulsiones y el cuello inflamado en la mesa camilla. Los ojos blancos y dilatados, la nariz rebosando sangre tras alguna aspiración desviada. Las citas continuaban en salones de chicas, siempre distintos, siempre dorando la misma bajeza. Los veo allí, dirigiéndose colocados hasta la luminosa puerta de entrada. El cuello de la camisa lleno de saliva y en el rostro la misma soberbia; el mismo gesto ingrato impreso para el resto de su vida si no les honraba la hombría de quitársela antes. Me cuidaba mucho, me aterraba olvidar que vivía en las entrañas del monstruo.

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