sábado, 25 de agosto de 2007

El deseo de ser Brenda Loring.



No conozco tanta gente amable por eso fue agradable y hasta interesante que en un ambiente tan poco propicio para mi supervivencia personal y social me comentara algo que yo había defendido con manifiesta vehemencia en mi anterior blog. Claro está, que no conocía mi anterior blog porque sólo lo habían leído cinco personas y él, no era ninguna de ellas. Además, esas personas, si bien son en un setenta por ciento muy amables todas opinaban lo mismo que yo. No soy buena contadora y mis aptitudes para moverme sobre un “centro de atención” no es que dejen mucho que desear sino que no se desean. No se desean porque he acotado de una manera muy estricta cuales son mis maniobras y movimientos y la zona acordonada la he fomentado con persistencia y también, con alguna salida de tono.

Mi amiga Eli lo sabe y a veces, cuando nos presentamos en fiestecillas o encuentros prevenidamente espontáneos entre grupúsculos de sexos diferentes, me suele presentar como se debe presentar a los artistas de éxito insospechado cuyo arte nadie comprende. Ella, lo hace para protegerme y para disculparme pero eso no sirve de nada. Ya le he dicho que esa actitud me empequeñece porque no soy nada underground ni nada alt. y aunque me confunden con una de ellas, se supone que por mis gafas y por la ropa que visto, no me puedo comportar como tal.


En una ocasión, fatídica, quise llevar mi papel donde Eli no había podido y me introduje sin los utensilios precisos en una conversación sobre Miles Davis. Dije algo sobre como se te entumecen los carrillos cuando soplas la trompeta y fue como el último gran oso blanco corriendo por una estepa desnuda de vegetación y acosado por una jauría de cazadores por deporte. Sobra decir que me abatieron antes de que alcanzara la alambrada. En cualquier caso, dicha alambrada me hubiera freído porque aparentemente estaba electrificada. Eli, me reprendió cariñosamente. Tiene muchas cosas buenas y una de ellas es su paciencia de Gran Jefe. Cuando parece que se han acabado todos los víveres siempre es capaz de sorprenderte (y ayudarte) con una golosina que al menos, te mantendrá hasta el día siguiente. En realidad, ella me presentó a ese chico.

A mi me gusta jugar con los imanes de las neveras y por eso me había distraído en la cocina cuando intenté ayudar con los postres. Esa hipnótica energía que desafiaba la fuerza gravitacional. Aquello era demasiado: Roma ciudad eterna, Formentera, Benasque mágico y Recuerde cerrar el frigorífico, la nueva era glacial te lo agradecerá. Eli me sacó del Pirineo de un tirón de manga y me presentó al comentarista audaz que mira por donde, era el anfitrión y el que soportaba los costes fijos del evento. Mientras los comensales y los bárbaros daban buena cuenta de las últimas pastas y tras exprimir mi airada defensa de Los Pilares de la Tierra mediante argumentos que, por supuesto, él no compartía, nos encontramos en su dormitorio donde al parecer y como pude ver, además de su cama, tenia sus discos, sus películas y sus libros.

Como le había hecho saber que leer era mi afición predilecta, la que cuidaba y protegía de la perversa rutina, quiso prestarme un libro. Una vez más, tuve que confirmar para mis adentros lo agradable que era. Miré la cama y pensé en si esa noche podíamos terminar enrollados. Me lo imaginé besándome cuando volvió a insistirme en que escogiera un libro. Yo no me lo iba a leer, quizás lo intentaría pero había muchas probabilidades de que ni siquiera superara el primer capítulo. Con este condicionamiento en la cabeza, me incliné sobre una de los estantes de la librería e intentando evitar las editoriales que me deprimían, peiné de un vistazo los ejemplares que lo llenaban. Finalmente, opté por el volumen más escueto. Podía leerlo rápido y en caso de que no se lo devolviera, no iba a suponer ninguna pérdida sensible. Era un libro titulado El Manuscrito Sangriento y que supuse una novela policíaca. Me lo entregó y lo adornó con el comentario de que formaba parte de una serie de novelas sobre un detective llamado Spenser que hace años, trasladaron a una serie de televisión. “¡Sí hombre, la de Robert Urich!”, exclamé. “¿Conoces al autor?”, me dijo muy serio. Sin tener ni idea de quién era le contesté: “Sí, es el jodido Robert B. Parker”. Y los dos nos echamos a reír.

A la mañana siguiente, una vez más, la ley de la gravedad había sido derrotada. Si la noche anterior había una pequeña posibilidad de que leyera la novela que me había dejado, hoy ya lo tenia muy claro. Nunca se la devolvería o bien, se la daría en algún momento inofensivo para los dos. Con mi vaticinio convertido en hecho, abrí el libro por su ultima página y leí en voz alta: “Miré el cuadrante luminoso de mi reloj: 6.45. Me sentía fatigado y agotado. Pero tenia la certeza de que no podría pasar la noche solo sin ponerme a gritar de manera incoherente a las tres de la madrugada. El reloj marcaba las 6.55. Encendí la luz y me quité el reloj. Dentro de él todavía tenia escrito Brenda Loring, 555-3676. Marqué el número, ella contestó. Hola, dije. Me llamo Spenser, ¿se acuerda de mi? Se puso a reír a carcajadas; era una risa fantástica y con clase. Tenia los hombros anchos y los ojos bonitos, recuerdo. Se puso a reír de nuevo. Una risa sana, llena de promesas. Una risa de puta madre cuando pienso en ella”. Quise que mi risa sonara así y fue un momento bastante patético. Evidentemente, él, ni siquiera había leído la última página.

Las estaciones.


El otoño me desbordaba, suerte y sorpresa, la luz intensa que llamaba a mi puerta, “no desaparezcas y me dejes dormida entre la broza seca”
Me das a entender y me das alimento, me das algo que conservar y algo que perder

El invierno me preparaba, los sueños montados en una cometa de papel y tu voz minando mis ataques de incertidumbre

La primavera no me superaba, me equivocó mil veces, ecos ahogados en conatos de buen tiempo y suspiros que no hacían la carga más liviana

El verano me maltrataba, hallando jardines en rincones plagados de alimañas, ruinas de las que brotaban cosas que respiraban, flores que dibujaban estrellas enfermas, de esas que jamás regresan

Las estaciones son el diario de los esfuerzos estériles y un marcador cruel
Abro la ventana, el sol, cegador
Debería estar feliz pero te echo de menos y no vuelve la tristeza a mirar para otro lado

viernes, 24 de agosto de 2007

Pendleton.




Tengo el nuevo disco de Buffalo Tom. Es como si volvieran a casa. A la mía, pequeña, estrecha, aparentemente iluminada, moderadamente acogedora. Tengo un balcón y puedo salir y asomarme de cuerpo entero mientras los escucho. Es lo mejor de este espacio, discreto y panorámico. Además, la gente no me ve. Los repartidores son replicantes con visado ilimitado de acceso a las calles peatonales. Me inquietan, amenazan con atropellar a los viandantes. Unos serios y otros relativamente sonrientes. Hay pocos porque es sábado, casi la hora de comer y los suministros ya estarán asignados a sus respectivos. No debería tener que explicar porque suceden las cosas pero el encuadre que me proporciona el balcón me obliga a ello. De otra manera, me expongo al vacío mas absoluto pues no me ven, no reparan en mi, ni me saludan con un gesto de cabeza.





Tengo que comer pero eso será mas tarde. Después de que me termine las uñas y algún que otro pellejo de piel. Voy a dejar ese libro a mitad o así. Ayer, cuando regresé de ver a mis tíos y encendí el móvil, no había ningún mensaje y eso me dejó mal. Creo que adolece de verborrea del alma y eso es lo peor que se puede tener. No es culpa suya, la familia, los amigos, le han sembrado de consentimientos, tiene el mismo visado ilimitado que los repartidores. Y a mi, me ha atropellado. No lo vi, se me echó encima con evidente desprecio a la vida. Él se excusa con la observancia de pequeñas normas de salón. Te blindas y te crees todo lo que te viene de dentro. No me escucha. Es un suicida bochornoso, se arrastra hasta mi falda y en posición fetal repite una oración insoportable.





Voy a escucharlos desde el sillón. Desde el balcón me hiere tanto situacionismo. Cuando suena Pendleton me encojo por dentro porque me siento así. Bill Janovitz era todo testosterona apasionada y no dejaba que miraras a nadie más. Hoy me fijo en ese otro chico, sigue teniendo la misma voz que hace diez años. Pero ahora, escucho como le tiemblan las cuerdas vocales y en esa canción parece que encendió el móvil y no tenia ningún mensaje. Hay mucha soledad expuesta a la luz del día en ese tema. No me queda más remedio que encogerme también por fuera, recoger las piernas, abrazarlas y tolerar este soplo helador. Tengo exámenes por corregir. ¿Adivinarán donde estuve el fin de semana cuando les entregue los resultados? Posiblemente imaginen que estaría con el cuerpo lleno de pliegues y colmando mis cajas de resentimiento. Se equivocarán. Mira como termino con esto, se hunde hasta las entrañas más recónditas. Y con todas las cosas que tengo que hacer aún.

Fidelidad.


Todo el mundo opina en la distancia, se lleva contemplar de refilón
Es la cuenta atrás lo que me hace rozaduras en los talones
En las estanterías y en los cajones abiertos se abre la veda de las oportunidades
Ya sabes lo que vas a encontrarte cuando salgas de ahí: un cielo roto excusándose por no ser tan abierto

Explícame lo que aprendiste dentro: cómo era el agujero, cuantos ojos brillaban en la oscuridad, las medidas de tu angular improvisado
Todo eso te va a servir, todo eso me va a servir para que alientes mis planes

Me pierde tu corazón lo-fi, me cuenta más cosas de las que dices con palabras o con las manos
No habla tu idioma y por eso no está tan asfixiado como tú por encontrar una foto de catálogo
No quiere que le aguante la mirada ni unas vacaciones
Escupe esos delirios ¿No ves que le haces daño?

Lo que necesitas es abandonar esa causa
Yo, ya lo he hecho

jueves, 23 de agosto de 2007

Nana de cristales rotos.


Hay temas que merecen (deben) ser afrontados de una vez por todas, con la entereza que demandan. “De una vez por todas”, y tirito de miedo cuando repito esas palabras mentalmente. Hay temas, hay cuestiones; las hay y son inevitables. Una de ellas es la de las drogas. Son y también las hay. Duras, blandas, húmedas, invisibles, intimidantes, serpenteantes, respetuosas, humillantes. Espejismos sedantes enredados en las entrañas de mi vida como las malas hiervas. Embelesándome y arañándome con sus delgadas ramas llenas de hojas punzantes. Hacen sangrar mis ojos hasta en la mañana más clara.

Hay momentos que están para pedir ayuda y hay otros que lo están para meter la cabeza en el agujero más negro que existe. Me ofrecieron auxilio. Querían que leyera a Lucía Etxebarria y que escuchara a Annie DiFranco pero todo eso no era para mi, sólo era un parche en mis intentos de moderar mi legitimidad de independiente. Prefería a Paulina Rubio o Jennifer López y su aceptación tácita del arrojo femenino. La lucha cruenta por mi equilibrio la ganan los débiles de espíritu. Éstos son los que más me convienen, con sus cascabeles y regalos, con sus camisetas-anuncio y sus miradas solventes, con sus enérgicas recomendaciones y con sus papeletas premiadas. Annie no los comprende porque es lesbiana y Lucía porque es demasiado inteligente. Yo los adoro, me hunden en una ignominiosa visión de mi persona. Me reconfortan y me animan, no son falsos sino necesitados. Yo también lo estoy y por eso los acompaño.

Entono un mea culpa y siento vergüenza después de cada viaje. ¿Esto no es lo que quiero? Sé lo que quiero y es que termine. Desengancharme mientras esté a tiempo. Me inquieta lo que pueda pasar en mis horas de necesidad si no echo mano de mis pequeños cristales. Son pequeños, dulces y saben a libertad. Te lo juro. No es la dilatación, es un arrullo sano que me deja dormir por las noches.

De lunes a martes.


Estaba aseada y terminada cuando la perdiste de vista
Hablaba solo con las plantas y los camareros
Siempre como una huida escurridiza fuera de pistas

Cuando las luces se apagaran quería verte a su lado
La ingenuidad es lo último que se pierde
Le dejaste una nota que decía “no voy con egos desalinizados”

De un lunes a un martes se pierde un mundo entre los dos
Cuando te acompañaba a tu casa lo veía
Torpes pretextos tiñendo el cielo
Lo bueno, malo por breve, ya le escocía

Espera en estaciones viejas llenas de ruido y gente
Aguarda verte llegar y una llamada furtiva
Ya le advirtieron que las aves como tú jamás están pendientes

Románticos sin esperanza.


Le rugían tanto las tripas que no podía oír su respiración. “No te vayas esta noche” y se había quedado soñando con los ojos abiertos. No fue el sonido amenazado y sincero de su voz al pronunciar esas palabras sino que surgió así, de repente. Algo que cumplir con decisión. Estaba tumbada, concentrada en el techo de minuto en minuto, y el grueso del tiempo, lo dedicaba a mirar como dormía. Estaba todo más tranquilo de lo que acostumbraba en sus horas de necesidad. El sonido de la calle era insoportable, los ruidos de los motores rugían al pasar bajo la ventana queriendo llamar la atención groseramente. Sin embargo, toda la retahíla de quejidos mecánicos y disonantes habían terminado por ser devorados en Cole’ s Corner. Hacía dos horas que había dejado de girar pero el convincente murmullo había vertido toda su resignación en el ambiente; utópico como siempre aunque esta vez, fue determinante. Al mirarlo pareciera como si se hubieran volatilizado todos los inconvenientes, no había excusa en la que ampararse. Tenía el motivo que necesitaba y más tiempo del que pudiera contar. El chico pensó que iba a dejar de perder el tiempo y la chica soñó que lo abrazaba por la mañana.

Autoagresión.


Celos como zarzas enmarañadas en la madre insatisfacción
Corriendo sin sentido y sin expectativas por esos días de provecho
Cuando dejé de mirarte me perdí, perdí mi voz, perdí mi voluntad
Me abraso sin pensar en el por qué
Me escondo detrás de mi
Es una autoagresión, no es la primera vez que lo hago

El hoyo.


Hasta el cuello de pretextos
Hasta debajo del puente que comunica tu edredón con tu sexo
Ando en busca de pistas

Hasta arriba de espejismos
Hasta perder la confianza en los silogismos hice estupideces
Sin contar con las consecuencias

Hasta decir basta
Hasta que la fuerza nos acompañe en los días malos
No sé que haré con las pistas y las consecuencias

Voy al hoyo
Uno, dos
Me creo mis propias mentiras
Tres, cuatro
No tengo más sueños de rana que gastar

El sitio conocido.


Empiezo a encontrarme en el sitio conocido
Empiezo por ti
Es un vínculo corriente
Conmigo sigo y tú de espaldas al teatro con los trastos del día
Quiero empezar por el aguacero, salir a la calle, que me lleves las bolsas